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Historia de la Emperatriz santa Elena
Historia preparada por Pbro. Rodolfo María Ferrari y colaboradores.
Parroquia Santa Elena, Buenos Aires, 1980.
Nacimiento, juventud y matrimonio de Elena
Nos hallamos en el tercer siglo de la Era Cristiana. La persecución de la Iglesia era intensa y cruel. No obstante, el Evangelio se extendía por la sangre de los mártires y el heroísmo de los santos.
Fue entonces, cuando en una pequeña y hermosa villa de Bitinia, llamada Drépano (hoy Yalova), perteneciente entonces a la Turquía asiática, nacía una niña. Se llamaba Flavia Julia Elena. Era hija de padres paganos de muy humilde condición. Corría entonces el año 246.
Nadie se imaginaba que aquel pequeño pueblo sería elevado al rango de ciudad por el gran Emperador Constantino y llamado Helenópolis en honor a su madre Elena.
Esta pequeña niña, fue la elegida por Dios, para ser la madre del Emperador Romano: Constantino el Grande.
Su infancia fue muy humilde. Sus padres tuvieron una pequeña posada en la que atendían ellos mismos. Elena, a medida que crecía, los fue ayudando en sus quehaceres domésticos. De joven, sus padres le encomendaron la atención de sus clientes. Confiaban en la prudencia y bondad de su hija.
Fue así, como un día llegó hasta la posada un grupo de soldados romanos comandados por un joven oficial de nombre Constancio, también llamado Constancio Cloro, por la extrema palidez de su rostro.
El oficial, al ver a Elena y ser atendido por ella, no pudo ocultar la profunda impresión y el impacto que le había causado a su corazón de soldado. La mirada de Elena le había subyugado. A través de sus ojos intuía la hermosura de su alma y la bondad de su corazón.
Enamorado de ella, le pidió a los padres de Elena su mano y contrajeron enlace. Ella acompañaba a su esposo a Germania y a Inglaterra. Le seguía en las diversas etapas de su carrera militar.
Cinco años después dio a luz, en Naissus (actual Nis en Yugoslavia) a su único hijo: Flavio Valerio Constantino, que sería su orgullo y consuelo en su vida sacrificada y dura.
La época de Santa Elena fue por demás turbulenta. El Imperio Romano vivió convulsionado por continuas guerras internas y externas. En el año 284 asumió el poder Diocleciano. Este emperador, frente a la situación desastrosa en que se vería sumergido al Imperio, decidió emprender su total reorganización. El poder fue dividido entre dos Augustos: Diocleciano y Maximiano, y con el propósito de asegurar la sucesión, nombró a dos Césares: Galerio y Constancio Cloro.
El esposo de Elena fue elevado a una de las más significativas dignidades del Imperio. Elena podía tener entonces todo a su alcance para ser feliz: fama, poder y gloria. Sin embargo fue otro el camino que Dios le deparó. El la condujo hasta la cumbre por el camino de la humildad, la abnegación y la cruz.
Constancio Cloro al ser nombrado César de las Gallas, de la Gran Bretaña y de España, se vio en la obligación de dar pruebas eficientes de su fidelidad a los dos Augustos: Diocleciano y Maximiano. No le quedó otra alternativa que repudiar a su mujer y contraer nuevas nupcias con Teodora, hija de Maximiano. Elena tenía aproximadamente cuarenta y cinco años, cuando se separó de su esposo a quien amaba y de su único hijo, Constantino. Comenzó para Elena el largo y triste período del exilio que se extendió a más de una década. Alejada de su esposo tras diecinueve años de matrimonio y de su hijo que comenzaba sus primeras armas en el ejército, regresaba a su ciudad natal, Drépano, seguida de su fiel criada. Llevaba allí una vida austera. Convierte su casa en un lugar acogedor para los necesitados de consejo y de ayuda material.
Iglesia de los Mártires y conversión de Elena
La persecución de los cristianos se agudizaba. Su odio hacia ellos crecía por doquier. Se les consideraba enemigos del Estado.
Nada igualaba a la gran persecución ordenada por Diocleciano en el año 303. Las Iglesias fueron destruidas, los libros sagrados quemados, cientos de cristianos murieron en las minas condenados a trabajos forzados, otros quemados a fuego lento. La devoción recuerda algunos nombres entre la muchedumbre de víctimas: Santa Lucía, Santa Inés, San Sebastián (oficial romano), el Papa San Marcelino. Ella conoció estos hechos y los vivió muy de cerca. Admiraba la grandeza de esas almas cristianas que podían soportar con valentía las mayores ofensas y sufrimientos que les infligían sus verdugos.
La semilla del Evangelio dio frutos abundantes en el alma de esta mujer extraordinaria. Un nuevo acontecimiento político preocupaba a Elena: en el año 305 abdicaron Diocleciano y Maximiano. Constancio Cloro y Galerio alcanzaron la dignidad de Augustos.
La situación se volvía difícil para Elena. Bitinia y Drépano, su ciudad natal, se hallaban bajo el dominio del cruel emperador Galerio.
En Drépano, donde se hallaba Elena, se vivía un clima tenso por las continuas persecuciones a los cristianos.
En la soledad de su casa Elena tenía frecuentes diálogos con la señora que la acompañaba en sus quehaceres domésticos. Estos momentos le proporcionaban paz y tranquilidad a su espíritu. Se sintió comprendida por esta mujer cristiana, sencilla y humilde: Licia.
Aquella tarde, Licia volvió preocupada. Elena pensó que algo malo le había ocurrido a su hijo Constantino.
- Dime Licia, con toda franqueza, ¿le ha sucedido algo a mi hijo?
- No, Señora. Por el contrario, tuve la suerte de encontrarme con un pretoriano que estima mucho a su hijo y me ha asegurado que está bien y que le envía un abrazo muy grande.
- Entonces, ¿por qué te veo tan desmejorada, te sientes mal?
- Escuchadme Señora. Yo estaba conversando con el pretoriano, que me daba muy buenas noticias de su hijo, cuando llegaba a nuestros oídos el sonido de la trompeta anunciando la salida de Galerio (el Emperador), de Domus Áurea. Me alejaba rápidamente del lugar y tropezaba con un viejo mendigo a quien siempre ayudaba. Me detuve unos instantes para que me relatara que Galerio había ordenado un proceso muy rápido a un cierto extranjero venido de Roma. Los dos nos encaminamos hacia la plaza principal. Deseábamos conocer la nueva víctima de Galerio.
- ¿Quién era? Me preguntó Elena con ansiedad.
- Era Bonifacio. Pues llegamos precisamente en el momento en que Galerio le preguntaba: - ¿Quién sos? ¿Cómo te llamas?
- Me llamo Bonifacio. Vengo de Roma y soy cristiano, le respondió. Te ordeno, le dijo el Emperador con voz potente y cruel, que reniegues de tu fe.
- Jamás lo haré, contesto con firmeza Bonifacio.
- ¿No quieres renegar de tu fe?, pues éstas son las caricias que te manda tu Dios. Inmediatamente ordenó que lo ataran con hierros y pusieran estacas agudas en sus uñas.
- ¿Quieres aún ser cristiano?
Bonifacio miraba al cielo. No contestó nada.
Irritado Galerio mandó que llenaran su boca de plomo hirviendo. Para que contestes mejor, le dijo.
Bonifacio, dirigiéndose a todos los presentes y a los que iban a morir como él, les dijo: - Rogad por mí.
- Imaginaos Señora: de la multitud se oyó un profundo lamento de dolor que atemorizó a Galerio por unos instantes. Después recobró su habitual energía y ordenó entonces nuevos sufrimientos. Los ojos de Licia se cubrieron de lágrimas. Finalmente Galerio mandó que lo decapitaran. Yo aparté mi vista de tan horroroso suplicio.
- Así lo creo yo, dijo Elena, tocada interiormente por la Gracia. ¡Cuánto me agradaría conocer bien a Jesús y sus enseñanzas evangélicas!
- Yo os puedo instruir, le dijo Licia. He nacido en un hogar cristiano y las enseñanzas de Jesús las conozco y las he vivido desde mi infancia.
- Quiero ser cristiana, dijo Elena, iluminada en su interior por la luz de lo Alto. Tiempo después había llegado a los oídos de Elena que su hijo Constantino había sido retenido como rehén en la corte de Galerio con gran riesgo para su vida, finalmente logrando escapar para reunirse con su padre Constancio Cloro.
En el año 306 murió Constancio Cloro de una enfermedad, en la guerra de Gran Bretaña.
Galerio, que extremaba su crueldad contra los cristianos, fue atacado por un extraño mal que pudría sus vísceras e infectaba sus carnes de gusanos.
Constantino el Grande asume el poder total del imperio y eleva a su madre a la dignidad de Augusta Emperatriz
Ante la muerte de Constancio Cloro sus soldados se apresuraron a proclamar nuevo Augusto a Constantino, hijo de Elena. Galerio impuso que se respete el orden establecido, elevando a Severo al cargo de Augusto y designando a Constantino como César.
Constantino desde la sede de Tréveris, en la Galia Belga (hoy ciudad alemana de Trier) llamó a su madre Elena a quien rindió todos los honores.
Constantino mediante una serie de batallas y procedimientos diplomáticos logró vencer en Occidente a todos sus rivales que se disputaban el Imperio.
Estas victoriosas batallas debían coronarse con la del Puente Milvio sobre el Tiber, en Roma, contra Majencio. Pues Majencio, quien se hallaba con su ejército en Roma, había derrotado y matado a Severo, el Augusto, para ocupar su trono. Constantino se hallaba en las Galias. Frente a sus tropas se dirigía a la Ciudad Eterna. En el año 313 invadió Italia. Después de largos días de marcha se acercó a la ciudad de Roma.
Era el anochecer, el sol declinaba en el horizonte. Constantino meditaba en su tienda de campaña acerca de su próxima batalla. Se hallaba sumido en profundos pensamientos. Fue entonces cuando divisó en el firmamento una cruz luminosa con la siguiente inscripción: “Con este signo vencerás”.
Impresionado vivamente por la visión que interpreta venir de lo Alto, mandó a grabar esta imagen en su bandera, escudos y estandartes. Así pertrechado se lanzó a la batalla (frente a Roma) contra las tropas de Majencio. Al batirse éstas en retirada a través del Puente Milvio, cedió su construcción, pereciendo ahogado en el Tíber, Majencio junto con sus hombres.
Esta batalla tuvo lugar el día 28 de octubre del 312. Más que una guerra fue una retirada ignominiosa del enemigo; su derrota fue completa. Al día siguiente, Constantino hizo su entrada triunfal en Roma.
Elena fue recibida triunfalmente en Roma con honores de Emperatriz. Su hijo le otorgó el título de Augusta. Ábrele el Tesoro Imperial y le adjudica una corte y un palacio, el Sessorium, cerca de Letrán, y acuña medallas de oro que llevan su efigie. Había llegado el momento de inaugurar la paz religiosa. En efecto, el edicto de Milán dado a principio del año 313, obra toda de Constantino, fijó de un modo oficial y solemne la existencia jurídica de la Iglesia Católica.
Bautismo de Elena. Su amor a los pobres y la reconstrucción de Iglesias
Elena, a los sesenta y seis años, recibió públicamente el Santo Bautismo. Iluminada por la luz de Cristo y dueña de los tesoros del Imperio, se dedicó a los pobres, distribuyó trigo, vestidos, dinero y auxilio de toda especie. Con modestia cristiana echó su dignidad mezclándose con los fieles en las iglesias. Compartió con su hijo el deseo ardiente de establecer por doquier el reino del cristianismo. Fundó hospicios para ancianos y necesitados, ofreció protección a las comunidades cristianas e inició con su hijo la construcción de grandes Iglesias. Abrense las cárceles para los cristianos inocentes.
Publicado el edicto de Milán, la principal preocupación del Emperador Constantino fue aplicar todo ese poder al progreso y magnificencia del culto cristiano. Fue entonces que se erigieron las grandes Basílicas sobre las tumbas de San Pedro en el Vaticano de San Pablo en la Vía Ostia. La Emperatriz Elena ofreció al Papa su Palacio de Letrán, cerca del cual fue construida la basílica del mismo nombre.
Constantino cristianizó el derecho romano. Fueron favorecidos los más débiles: la mujer, el niño y el esclavo. Se debió a Constantino y su santa madre la abolición del suplicio de la cruz para los delincuentes. En el año 323 se declaró cristiano y educó cristianamente a sus hijos. Hizo desaparecer todos los signos paganos; prohibió su culto y estableció el descanso dominical (Constantino el Grande murió en el año 337. Momentos antes llamó al Obispo Ensebio de Nicomedia y le administró el Santo Bautismo).
Con el deseo de poner fin a las disensiones y herejías de la Iglesia, Constantino convocó el primer Concilio Ecuménico celebrado en Nicea, de cuyas deliberaciones surgió el Credo de Nicea (325).
Su amor a la Cruz y su peregrinación a Tierra Santa. Hallazgo de la Cruz de Cristo
Nuevos sufrimientos empañaron los últimos años de su vida. Una serie de intrigas tejidas alrededor del Emperador Constantino y su hijo Grispo, determinaron la detención de éste y posteriormente su prisión y ejecución. Poco tiempo después por motivos que la historia no ha podido constatar, Constantino tomó la decisión y mandó ejecutar a su propia esposa, la Emperatriz Fausta.
La fe sostuvo a Elena. La Cruz despertó en su alma y la hizo vivir todo el misterio de Cristo. Por eso, al terminar el Concilio de Nicea resolvió ir personalmente a Jerusalén para visitar y venerar los Santos Lugares. Buscó allí el auténtico madero de la Cruz. Quería abrazar la Cruz del Señor. Para Elena este viaje tuvo un carácter penitencial, quería reparar de alguna manera y pedir perdón por los graves pecados cometidos en su Imperio.
Elena contaba entonces con ochenta años. Con ánimo esforzado emprendió su peregrinación a Palestina. Su viaje fue por los Balcanes siguiendo la ruta continental. A su paso hizo desaparecer todo resto de las antiguas persecuciones contra los cristianos. Las multitudes acudían para ver y venerar aquella princesa extraordinaria a quien consideraban y amaban como la madre del Imperio.
Al llegar a Tierra Santa ordenó practicar excavaciones en la parte oriental del Calvario donde se suponía que los judíos habían enterrado todo lo perteneciente a la crucifixión. Después del largo trabajo dieron a los obreros con las peñas del Calvario. En una antigua cisterna hallaron las tres cruces, la inscripción del Salvador, una lanza y clavos.
San Macario, obispo de Jerusalén, mandó hacer rogativas para obtener de Dios la Gracia de conocer la verdadera Cruz.
Narraba el historiador Rufino que en aquel lugar había una mujer gravemente enferma. El obispo y la Emperatriz se dirigieron a su casa con las cruces recién halladas y acercándose al lecho de la moribunda Macario le pidió a Dios que si era de su voluntad, hiciera que, al contacto con la verdadera Cruz de Cristo, la agonizante recobrara su salud.
El obispo hizo traer las tres cruces para la enferma. El contacto de las dos primeras no produjo ningún efecto. Al aplicarse la tercera quedó instantáneamente curada.
Sin pérdida de tiempo mandó con Elena un fragmento de la Santa Cruz a su hijo, quien lo recibió con grandes honores. Otro fragmento fue enviado a Roma para la iglesia que la misma Santa había fundado en aquella ciudad. En la actualidad se llama Iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén. Aún hoy podemos verla y venerarla.
El trozo mayor fue encerrado en un precioso cofre de plata que fue depositado en la Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén. Su hijo Constantino había puesto en sus manos abundantes recursos y ella los aprovechó para levantar importantes Basílicas: una sobre la gruta de Belén, donde nació Jesús, otra en el Monte de los Olivos en memoria de la ascensión de Jesús y en el Monte Calvario la Basílica del Santo Sepulcro, donde murió Jesús.
Muerte y glorificación de Santa Elena
Elena no pudo ver terminadas las obras emprendidas en Tierra Santa, pues su avanzada edad le aconsejaba regresar al lado de su hijo que se hallaba en Constantinopla. Antes de despedirse de Palestina quiso visitar las comunidades cristianas, especialmente las Vírgenes consagradas al Señor. Lo hizo con tanta modestia y humildad, que dejó para siempre allí el recuerdo de su virtud.
Regresó por Nicomedia a Constantinopla, donde comprendió que se acercaba su última hora. Preparándose como fervorosa cristiana para su encuentro con el Señor, entregó su alma bienaventurada a Dios, en brazos de su hijo Constantino. Su muerte acaeció el 18 de agosto del año 328 (329).
Su fallecimiento tuvo carácter de duelo nacional siendo muy llorada por todo el Imperio, particularmente por los humildes y desheredados.
Así desapareció de esta vida para trasladarse a las moradas eternas de la Gloria. Esta mujer ejemplar, supo descubrir el sentido de la Cruz en su vida y el gozo del amor, alejándose de las vanidades del mundo e inclinándose con bondad en actitud de servicio ante todos sus hermanos.
La Iglesia la elevó inscribiendo su nombre en la Gloria de los santos, siendo venerada tanto en Oriente como en Occidente.
Santa Elena es nuestra abogada porque nos enseña a amar y abrazar la Cruz donde encontraremos siempre la liberación de nuestros propios males. El alivio en nuestras tribulaciones.
También debemos recurrir a ella para encontrar las cosas perdidas y el verdadero tesoro de nuestra vida que es Cristo crucificado por amor a nosotros.
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